EL CONDUCTOR Y LA RADIO

EL CONDUCTOR Y LA RADIO

Al oír el sonido de un motor, no me planteé otra posibilidad que la de detener al vehículo que se acercaba y subirme a él como fuera. 
Había estado escalando en la cara norte del Mulhacen, en Sierra Nevada, cuando un abrupto cambio de tiempo me obligó a modificar mis planes: pensaba hacer cumbre y bajar por el oeste hasta el refugio de La Caldera, pero ante aquél violento temporal, decidí intentar  escapar de la pared hacia el este, buscando el collado que hay entre el Mulhacen y el Puntal de Siete Lagunas, más sencillo de alcanzar desde el punto de la vía en que me encontraba cuando estalló la tormenta. Desde allí pensaba descender hacia el sur por Siete Lagunas. Intuí que esa podía ser una buena salida, dadas las circunstancias: si tenía suerte, podría alcanzar algún pueblo de Las Alpujarras antes del anochecer. Y si no al menos podría encontrar refugio en alguno de los cortijos que hay diseminados a lo largo y ancho de aquellas laderas. Y en el peor de los casos, cuanto más abajo me encontrara la noche, más posibilidades de resistir el frío, la nevada y la ventisca que tan duramente me estaban castigando.

Según pasaba el tiempo, las condiciones se complicaban más: el frío se intensificaba, el viento levantaba remolinos de nieve helada que apenas me dejaban respirar y la visibilidad apenas alcanzaba un par de metros. Mis fuerzas menguaban por momentos. El miedo y la rabia se alternaban en mí, debilitándome aún más. 

Seguía avanzando en lo que me parecía que era sentido de bajada, mecánicamente, por instinto, intentando no pensar, peleando con los elementos, con el miedo y con los reproches que me hacía a mismo por haberme dejado sorprender por aquél temporal estando, además, sólo.
                                                                      
En esas condiciones, no se lo que tardé en llegar a lo que parecía ser una pista o una carretera,  pero ahí estaba, una superficie lisa, de unos tres metros de anchura, batida por la nevada, de la que apenas podía ver un corto tramo en cada sentido, insuficiente para concluir dónde estaba o hacia donde ir. Ni siquiera podía estar seguro de que fuese una pista. Me veía incapaz de decidir qué dirección tomar. No diferenciaba bajada de subida, camino de barranco y menos aún norte de sur. Creo que estaba al límite de mis fuerzas, cuando oí el ruido de aquél motor. Resultó ser   un vehículo todo terreno que se acercaba por la pista. Me coloqué ante sus luces y el coche paró, era de justicia, no hacerlo  hubiera sido dejarme morir. 

Estaba extenuado y aterido. Al límite de mis fuerzas. El coche, en contraste, estaba caliente, acogedor, preparado para salvarme la vida. Sentí en su interior que regresaba al útero materno. El conductor me dijo que pasaría por Trévelez y que allí me dejaría. 

El conductor, me dijo, llevaba mucho tiempo de viaje. Había salido de Asturias en dirección Granada para hacer la integral de los tresmiles esquiando, pensaba hacer la ruta  en menos de tres días, el tipo estaba fuerte. Pero al parecer durante el viaje había cambiado de idea: antes de llegar a León escuchó por la radio que un todo terreno como el suyo iba a tener un accidente a la salida del túnel de los Barrios de Luna. No dio crédito a una emisora que daba noticias que aún no se habían producido, pero se quedó mosqueado. Y fue el mosqueo lo que le sirvió para salvarse de la brutal embestida de un camión al que le reventó una rueda y dio varios violentos bandazos antes de estrellarse. 

El conductor siguió su camino, atento, y escuchó como la emisora de radio le enviaba  una felicitación por sus increíbles reflejos, sugiriéndole  que siguiera conectado, que recibiría información puntual de todo aquello que pudiera interesarle. Y al parecer así fue. Le informaron del mejor restauran y del mejor plato al mejor precio. De la gasolinera con el combustible más barato. Al anochecer un locutor le anunció que le esperaban grandes placeres con una hermosa mujer en no se qué hotel. Y así fue, me dijo.
El conductor siguió viajando, no se si por las carreteras del sur o por las de su fantasía, guiado por los consejos y prevenciones de aquella misteriosa cadena de radio. Cuando yo viajé con él sólo oí música, no recuerdo qué canciones ni de qué estilo. Me contó que había escuchado en la radio que por esta pista había un hombre perdido,  que era buena persona, que no había problema en echarle una mano y que si no lo hacía, aquél montañero extraviado moriría de frío y agotamiento esa misma noche. Que disponía de un tiempo escaso, pero suficiente, para llegar con el coche hasta el hombre y salir de la tormenta. Que no se preocupase, que le tendrían informado. Yo escuchaba estupefacto. 

Me contó que en  su viaje había descubierto, siempre guiado por su emisora mágica, paisajes de hermosura sin igual que se podían gozar desde la comodidad del coche. Hoteles donde le atendían como a un rey a precios de risa ¡y que bien comía! Pero eso no era todo: le prevenían de posibles accidentes, de infecciones, de lugares donde le esperaban para robarle. Le avisaban de amores que le convenían y de otros que no. Mi benefactor había encontrado en la radio una guía de futuro. Había dejado el trabajo, vivía de las noticias y recursos que le proporcionaba aquella emisora ¡Incluso había ganado premios en la lotería apostando a los números que se le indicaba! Parecía que la cadena vivía y se alimentaba con los kilómetros que devoraba aquél viajero.

“¿Cuánto hace que saliste de Asturias?” “Ni me acuerdo, pero no te creas que me importa mucho saberlo” “¿Y la integral de los tresmiles?” “Estoy esperando a que me digan los de la radio cuándo va a hacer buen tiempo y de dónde salir más cómodamente” “¿Cuánto llevas esperando?” “No lo se, pero estoy cómodo, no tengo prisa” “¿No te esperan en tu casa?” “Esta es mi casa y no me esperan: me acompañan”.

Llegamos a una pequeña bajada desde la que se divisaban las luces de un pueblo. La radio sólo emitía música. “¿Piensas quedarte?” “No, yo sigo mi viaje, antes de recogerte dijeron por la radio que si no salía  de la comarca antes de las ocho, me quedaría atrapado en la nevada. Son las seis y media. Es mejor que me de prisa, hay un hotel en el Cabo de Gata donde me esperan sorpresas de todo tipo. Eso me han dicho.” Y sonrío.

Cuando llegué al pueblo entré en el primer bar que vi. No había ningún cliente, pero el dueño avisó al centro de salud y alguien vino a atenderme. No estaba grave, sólo frío y cansancio...Las heridas de la vida. 

Nadie me dio noticias de un todo terreno recorriendo la comarca. La nieve borró toda huella de su paso. Cuando la guardia civil me preguntó qué había pasado y si había alguien más extraviado dije que no. Tampoco supe dar datos concretos de mi penosa y larga bajada. Me dijeron que tuve suerte de llegar, que nadie hubiera podido subir a buscarme.

A mi me salvaron la vida, los de la emisora y el conductor, pero yo por si acaso, desde entonces, nunca sintonizo la radio en el coche. Puedo jurarlo.

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