LA AMANTE DEL EUME

Desde que vivo en Galicia, la montaña me queda muy lejos. Así, mis primeros años por aquí fueron tiempos de descubrir otras formas de contacto con la naturaleza. Uno de los placeres que encontré fue el de explorar los cañones de los ríos. En ellos disfrutaba de las sensaciones y placeres que siempre he vivido en la montaña: la búsqueda de la ruta, la incertidumbre, una cierta dosis de aventura y también, y tal vez sobre todo, la belleza. En concreto empecé a visitar con frecuencia las Fragas do Eume, un inmenso espacio de bosques y aguas articulado, como no, en torno al río Eume. A lo largo de su cauce se extiende un bosque bien conservado. Este bosque trepa por las laderas del valle y se expande a través del recorrido de los numerosos afluentes que descienden desde las sierras próximas. Los desniveles son importantes, de hasta quinientos metros en una distancia muy corta, lo que origina una hermosa sucesión de rápidos y cascadas y le da al terreno su puntito. La orografía y la frondosidad de los  bosques crean numerosos rincones de singular belleza. Allí viven lobos, jabalíes, zorros y un gran número de especies salvajes. Y abundan los "fantasmas de camino", antiguas trochas desde hace muchos años olvidadas, que aparecen y desaparecen, que van de ningún sitio a ninguna parte ¡Todo un espectáculo!

A la belleza de aquellos pagos hay que sumar el misterio que encierran. Éste forma parte del paisaje. Es impresionante ver y sentir la niebla en medio del bosque; descubrir en una abrupta ladera la convivencia imposible entre árboles y rocas, arropados por un manto blanco y húmedo que nace del  aliento del río. Y sentir que hay algo más que ni se ve ni se huele ni se oye.
Acostumbrado a la alta montaña, al principio no supe abrirme a esa belleza y tampoco supe apreciar las dificultades que plantea un terreno abrupto y resbaladizo como aquél. Menos aún abandonarme al gozo infinito de ese valor inexplicable que es el misterio. Afortunadamente esa cerrazón terminó y me hice un asiduo del valle y del bosque. En parte, gracias a que alguien me abrió las puertas del alma a esa otra forma de belleza que se llama misterio.

¿De que se compone el misterio? No se muy bien cuales son los ingredientes exactos de un cóctel de emociones que desbarata el entendimiento. Supongo que mi mente excesivamente analítica me ha llevado a buscar respuestas científicas para algo que si las tuviera dejaría de existir: el misterio. Concluí que el carácter recóndito del paisaje, que te hace sentir aislado en todo momento,  o la propagación del sonido a través de la humedad y del bosque, que te propone ruidos cuyo origen y distancia eres incapaz de localizar; en fin, que todo aquello que podría servir para explicar la dulce sensación del misterio, es manifiestamente inútil para resolver el fondo de la cuestión: lo que sentimos y vivimos cuando entramos en comunión con la Vida y con la Tierra y abrimos nuestros sentidos a lo que navega fuera de nuestra razón.

En la paraje de La Ventureira comenzó para mi suerte la vivencia de un misterio cuya dulzura y sensualidad me acompañará mientras viva. En aquél lugar hay una escalera que trepa monte arriba junto a una hermosa cascada. Daba servicio a los edificios, hoy arruinados, de la antigua central hidroeléctrica, ya sustituida por otra más grande y moderna que se encuentra unos metros más abajo. Esos edificios, los antiguos, presentan por lo general un lamentable estado de ruina. La proximidad con una pista asfaltada los sitúa al alcance de cualquier persona, vándalos incluidos, con lo que a la decrepitud propia del desuso y el descuido hay que sumar aquella que producen los visitantes poco educados: pintadas, basura, preservativos...Una de las veces que pasé por allí se me ocurrió entrar, creo que me atrajo una sensación de limpieza que me hizo pensar en una restauración. Pero no. Ahora se que me atrajeron la magia del bosque y el olor de la Vida . 
Era un día laborable. Aprovechaba unas horas libres para preparar una excursión que pensaba hacer con mis alumnos. No había ningún coche, ni rastro de ninguna persona. Me sentía dulcemente sólo. Y atraído por algo difuso e innombrable entré en uno de los edificios. Una pareja hacía allí el amor. Sorprendido di marcha atrás para no molestar. Ella me miró. Era una mujer morena y delgada. Tenía unos pechos pequeños de los que salían unos pezones alargados, oscuros y duros. Juro que no me quedé mirando, pero por alguna razón que aún hoy no me puedo explicar, se me quedaron grabados en la memoria todos los detalles de la escena. Bueno, casi todos, pues del hombre no recuerdo nada, sólo que estaba allí y que ella se adhería a su piel y a su boca con la flexibilidad del viento. Parecía que sólo ella era la amante. Él se dejaba hacer, sobrepasado por el vendaval de brazos, piernas, labios, lengua, manos, pezones y ojos que lo envolvían hasta hacerlo desaparecer de mi vista. Ella me miró y sus ojos verdes como aquél bosque desde entonces me acompañan en todos mis sueños.

Tardé en volver a verla. No se si estaba con el mismo afortunado hombre o si era otro el que gozaba de sus besos. Yo estaba paseando en bicicleta por la pista que lleva desde Pontedeume hasta el monasterio de Caaveiro. La vi de lejos, con el río de por medio. Unos árboles escondían los besos y caricias con que colmaba a su pareja. Esta vez me sentí invitado a mirar y de nuevo me sentí subyugado por una escena cuyos detalles recuerdo como si los hubiera vivido en primera persona. Excepto todo lo concerniente al afortunado, que no me pareció el mismo de unas semanas atrás. Se besaban apoyados en un árbol y cobijados por el río y las ramas bajas. Ella soltó el cinto de él y le fue abriendo los botones del pantalón; primero el de la cintura y luego los de la bragueta, con movimientos precisos, cargados de erotismo. Acariciaba su pene al tiempo que dejaba al descubierto sus pechos pequeños y hermosos. La intensidad de su mirada y el calor de sus besos rebotaron en los árboles, reverberaron en la superficie del río, llegaron hasta mí como un mensaje y subyugaron, una vez más, mis sentidos. Una explosión de gozo de origen desconocido empapó con violencia mi pantalón de ciclista.

Cada vez me gustaba más andar por las Fragas del Eume. Volví a verla en una de esas pistas mágicas con destino incierto. Amaba a un hombre sentada sobre él. Se movía acompasando el vaivén de sus caderas con el de los árboles sacudidos por el viento. En el aliento del arroyo sentí su aliento y  volví a estremecerme como si yo fuera el amante. Continué mi camino y noté en mi espalda la quemazón de sus ojos del mismo color que aquellos bosques.

Y desde aquél encuentro, no volví a verla en mucho tiempo. Desapareció como había venido, sin aviso ni señal alguna. Por más que visitaba  los lugares donde la había encontrado y por más que rememoraba los detalles de cada cita amorosa en que la había sorprendido, su ausencia se me hacía hiriente. La memoria de las sensaciones es más fuerte y duradera que el recuerdo de los datos, por lo tanto no podía -ni  quería- olvidar. Oficialmente no la buscaba y ni mucho menos se me ocurrió nunca preguntar por ella. Intuía que cualquier comentario sería una traición a mi suerte. Había aparecido sin buscarla y tal vez volviera a hacerlo  cuando menos lo esperase. Para enseñarme otros lugares y caminos. Otros placeres. O eso quería creer.

Habíamos estado escalando en Goente, por encima de la presa del Eume. Allí hay una escuela de (escalada) deportiva a la que solíamos ir a entrenar. A la vuelta paramos a tomar una cerveza en un hotel restaurante de As Neves. Y allí la vi, sentada en una mesa. Supe que era ella antes de mirarla siquiera. Sus ojos del color del bosque buscaron  los míos. Me sentí llamado, acariciado por sus ojos y sus pezones. Notaba que se me iba la cabeza y salí a la calle a despejarme. Miré el valle. La niebla envolvía de misterio el corazón del río. Bajé al centro de la fraga y la esperé. La esperé, la esperé.
 Me encontraron exhausto, con el brillo de la vida en las pupilas de mis ojos. Desde entonces la añoro. Mi cuerpo, desde aquél día, habla otro lenguaje y sabe sentir en su carne la caricia de la magia y el aliento de lo inexplicable.

No he vuelto a verla. Incluso no tengo claro que haya existido tal y como la describo en este relato. La memoria de su presencia tampoco  ha dejado de acompañarme desde entonces.

 Era una mujer morena, con los ojos del mismo color que aquellos bosques. Delgada, con unas manos prodigiosas para acariciar y un cuerpo flexible como el viento. La seguiré añorando mientras viva.

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