TODOS SOMOS MARCELA

TODOS SOMOS MARCELA

I


Marcela se marchó a trabajar a Ibiza e finales de los años 80. Muchos en el pueblo pensaron que se iba de puta. Estaba muy buena, era alegre y divertida, sin profesión definida, así que ya se sabe: blanco y en botella…¡Puta!.  
A mediados de los 90 un grupo de amigos nos fuimos de vacaciones a Ibiza.  No éramos la pandilla del pueblo, si no un grupo de colegas de la universidad, en supuesto viaje de paso del ecuador. Mientras la mayoría de compañeros y compañeras de promoción viajaban a Estambul, nosotros nos fugamos a Ibiza con las peores intenciones: juerga, borrachera y sexo.
A la tercera noche ya estaba hastiado y encima no me había comido un rosco. Salí de la discoteca de moda, a pie de playa, y comencé a pasear por el arenal. Tenía un pedo de campeonato. En un momento dado, el agua del mar se apartó hacia ambos lados, dejando libre un pasillo por el que podía llegar hasta las islas cercanas, como en la película de los diez mandamientos. Me puse a caminar y cuando estaba llegando al final, me encontré con La Marcela. Hermosa como nunca, con una minifalda blanca ceñida al cuerpo. Balbucí su nombre pero lo único que conseguí fue echar la pota. Ella me miró con rabia. Y me dijo que nunca fue puta.
Me desperté en un ambulatorio, tumbado en una camilla. Me habían rescatado del agua medio muerto y muy borracho. Sentí vergüenza, pero eso fue mucho más tarde, cuando la resaca ya se me había pasado.
Busqué a Marcela por toda la isla y la única referencia que encontré fue la de una joven que había trabajado unos meses en una tienda y que luego se marchó a Valencia, a seguir currando en El Corte Inglés ¿Sería ella?

A comienzos de siglo y de milenio Marcela volvió al pueblo. Yo por entonces acababa de aprobar la oposición y era  profesor de física y química en un instituto de Soria. Algunos fines de semana iba hasta el pueblo para ver a la familia. Y en una de éstas, coincidí con ella.
“Vaya, te has convertido en un hombre de provecho, chaval” -me dijo- “Veo que no fue en balde sacarte del mar en Ibiza” 
¿Pero tu estabas allí de verdad?
 “¡Claro ¿No te acuerdas? Con la minifalda blanca ceñida”. 
Entonces ¿Eras real?
 “¡Claro!” Yo fui la que abrió las aguas para que pasaras. O qué te crees. Ya te dije que nunca fui puta. Soy Bruja, que mola mucho más”.


Evidentemente, no me creí nada. Lo único que no me cuadraba era que supiese con tanto detalle lo de Ibiza. Que supiese la verdad oficial, era posible, pero que conociese “mi verdad”, me extrañaba un montón. No conté a nadie lo de que  las aguas se abrieron y todo eso. O si, por que con el pedo que llevaba sabe dios lo que conté o dejé de contar. En todo caso, esta última, la de que contase más de la cuenta en medio de la borrachera, era la versión de los hechos más razonable y posible. Lo de bruja no colaba ni pa dios, me decía a mi mismo.

En agosto solemos ir a bañarnos al embalse que hay en las afueras del pueblo. Y allí estaba yo cuando vi a Marcela de nuevo. Esta vez nada de minifalda ceñida. Vestía una túnica negra que la caía recta hasta los tobillos, escamoteando su hermosa figura. Qué clase de cabeza es la mía, pensé, que me fijé antes en lo que su túnica tapaba  que en el hecho insólito de que ¡Caminase sobre las aguas! Tenía cara de miedo, como si algo a alguien la asustara. Desde el centro del embalse me llamó. Evidentemente no fui. Entonces hizo  lo de la otra vez: abrió un pasillo entre las aguas que me conducía hasta ella.
“¡Ven, hombre, no seas tan cobarde, que no te va a pasar nada” “Y además, te necesito!”
Impulsado por estas últimas palabras tanto como por el asombro, fui hasta ella y me entregó un mapa. Me dijo: 

“Es de la costa de A Coruña. Busca “la sombra que hiere la lengua”. Y desde allí, sigue “La Ruta de Todos los Tiempos”.

En la orilla me encontré de nuevo, seco, con un mapa plastificado en el que se leía “golfo artabrado” Ni una pista de “la sombra que hiere la lengua”. Menos aún de “la ruta de todos los tiempos”.


Aún tenía días hasta el comienzo del curso, así que decidí ir a Coruña, a ver qué pasaba. A todo el mundo les dije la verdad: que me iba a Galicia, a ver si echaba un polvo.

Salí de la A6 en un lugar llamado Montesalgueiro y cogí una carretera que atajaba por los montes de aquella comarca hacia la playa de Miño. En algún punto del camino me despisté y me perdí por las complicadas pistas de aquella zona. Era buena hora para comer, pero ni  atisbo de restaurante por ningún lado. Una curva –otra más- y veo, por fin, un mesón. Me vale, dije.

Pedí para empezar unos pimientos de Padrón. Luego cabrito asado. Y para beber, cerveza. Los pimientos tenían una pinta bárbara. Cogí el primero del rabo, lo levanté y lo enfilé a mi boca. Cuando su sombra tocó mi lengua, descubrí el verdadero significado de la palabra picante. Un ardor inenarrable se adueñó de mi lengua y el grito que pegué no hizo si no aumentar el calor. La tabernera me trajo un vaso de agua que bebí y con el primer sorbo quede aliviado del todo; es más, creo que la sombra del agua ya me curó la lengua, pero de ese extremo no estoy del todo seguro.

“Te esperaba desde hace días. Tú eres el amigo de Marcela, y debes seguir “La Ruta de Todos los Tiempos”. Te he reconocido por las señales.
¡Que señales, si no hay señales por ningún lado! ¡Y qué camino! Estupefacto y furioso, lo único que me apetecía era blasfemar

“La sombra que hiere la lengua ¿Es que ya lo has olvidado? A nadie normal le picaría la sombra de un pimiento”…Ni se aliviaría con un simple sorbo de agua”

“¿Y de la ruta, qué me dices, si aquí no hay ni caminos, ni rutas ni hostias?” Mi mal humor seguía vigente, cerrando el paso al asombro, que hubiese sido una emoción más lógica en aquellas circunstancias.

Y al decir esto y mirar por la ventana de la taberna, vi un cruce de pistas sin asfaltar, por supuesto sin ninguna señal. Miré a la tabernera expectante. Me devolvió una mirada de reproche y me dijo:

“El cabrito. Que te aproveche”

Así las cosas ¿Quién se iba a poner a comer cabrito asado como si nada? Yo desde luego si. Y creo que cualquiera. Es sorprendente con qué facilidad asumimos que nos pase lo que es imposible que pueda pasar, y más si además es absurdo e increíble. A estas alturas de la jugada estaba más alucinado de mis reacciones que de los extraños hechos que se sucedían a mi alrededor. “Nunca debiste enamorarte de Marcela”, es lo único que se me ocurrió pensar. Y recordé lo recóndito y secreto de mi amor por aquella bruja, a la que ni siquiera había tocado ni un hilo de alguno de sus vestidos.


Olvidado el incidente de los pimientos y ahíto de cabrito, decidí seguir buscando. Aquél cruce de caminos tenía algo que me llamaba la atención. Decidí dejar de pensar y que fuese la intuición la que me llevara al huerto ¡De perdidos al río!
El camino de la izquierda según se salía del mesón discurría animoso entre eucaliptos y maleza. Un arroyo se dejaba oír por las cercanías. Al cabo de algún tiempo o de algunos kilómetros el arroyo ya era río y los eucaliptos habían dejado paso a un bosque hermoso, lleno de matices de color: una fraga, así lo llaman en Galicia. Un viejo molino abandonado. Algún que otro resto de vallados antiguos y poco a poco nada más: solo el río y el bosque. Ya pensaba en dar la vuelta cuando de nuevo vi a Marcela. Estaba pálida. La túnica negra parecía quedarle más grande que en el embalse. Me dirigí hacia ella pero cuanto más me aproximaba, más lejos la tenía. Por primera vez el asombro ante lo que estaba viviendo dejaba paso al miedo. Además, se hacía de noche.

Un gruñido me devolvió a la cruda realidad de un monte salvaje, la noche cayendo y yo perdido. Reconocí la voz de un jabalí, pero el animal que apartaba la maleza y corría en mi dirección me pareció un rinoceronte. Espantado di media vuelta y me puse a correr, sintiendo en todo momento en mi nuca el aliento de la enorme bestia. En un viejo árbol que tenía un gran tronco  hueco decidí meterme, a ver si así despistaba al animal. Al entrar en el hueco del tronco, me llevé le penúltima sorpresa: el espacio interior era mucho más grande que el exterior. Alucinado volví a salir, pero el jabalí-rinoceronte allí estaba, esperándome entre gruñidos rabiosos. Asumí mi destino y penetré de nuevo en aquél apasionante misterio de un árbol cuyo tronco abría una puerta hacia un mundo desconocido, absurdo y sin sentido.

En el lado opuesto al que yo había entrado había otro hueco, una posible salida. Me dirigí hacia allí y asomé con prudencia la cabeza, a estas alturas ya no me fiaba de nada. Para mi sorpresa, el árbol del que ahora salía era una vieja e inmensa sabina que presidía una dehesa. Me dirigí hacia lo que parecía un borde y ante mis ojos apareció el cañón de un río. Las aguas corrían abajo, entre paredones calcáreos que nada tenían que ver con la fraga gallega que acababa de dejar atrás. El sol era intenso y el cielo azul sin mácula. Decidí bajar al río, lo cual me costó mucho trabajo. Tuve que descender por laderas muy empinadas que me producían vértigo. El suelo arenoso, cuando no roca viva, me hacía resbalar constantemente. Al final llegué a la pradera y al río. Me bañé y comencé a preguntarme “¿Dónde estoy?” “¿Qué cojones hago ahora?” 

Una vez oí decir a un compañero de instituto, montañero y gilipollas,  que ante la duda de qué dirección tomar, siempre se tiraba para arriba, pues así si tenías que darte la vuelta te cabreaba menos. Aquella chorrada me vino ahora a la cabeza y tiré río arriba, a ver qué encontraba. A la media hora de marcha vi una gran iglesia románica enclavada en la pared y en las cuevas del cañón. Preciosa. Estaba como nueva. Y también vi gente normal, eso si, disfrazados como para una romería medieval, con sus trajes de época, sus cotas y mallas militares, sus arcos, sus ballestas. Lo primero que pensé, olvidándome de todo lo extraño que me había conducido hasta allí, era que estaba en medio del rodaje de una película. Y allí que me dirigí, con la esperanza de que alguien me aclarara lo que estaba pasando. A unos cien metro de la escena, uno de los caballeros me vio. Llamó al resto de la gente, sus supuestos compañeros de rodaje, pero la forma en que me miraban y reaccionaban…No me gustaba mucho. Vi como cargaban una ballesta y vi como la disparaban contra mí. Y vi que la flecha pasaba muy cerca, a una velocidad endiablada. Sin más preámbulos, corrí río abajo. Varios de aquellos tipos, disfrazados de Templarios, me persiguieron a caballo. Intenté remontar la ladera por la que había bajado, ahora no tenía  vértigo ni resbalaba en la arena, tal era la eficacia con la que me movía. Los caballeros descabalgaron, cargaron de nuevo las ballestas y dispararon contra mí, justo en el momento en que descubría la entrada de una cueva. 
Escondido entre murciélagos y sabe dios que más bichos, esperé a la noche. Cuando las estrellas vestían el cielo, intenté salir de nuevo para buscar la gran sabina que me había llevado hasta allí. Caminé por le dehesa, sin asomarme al cañón pero con la sensación de que descendía siempre, suave pero constantemente. 

Pasaban el tiempo y los kilómetros. Luces difusas se dibujaron en el horizonte lejano. Caminé hacia ellas y en muy poco tiempo me encontraba a la entrada de un pueblo tristemente iluminado. Comprendí que la luces eran difusas por su poca intensidad, no por que las mirase desde muy lejos. Parecían luces de candiles, hogueras y cosas así. De halógenos, led o neón, nada de nada.

Ni un alma en las sucias y mal olientes calles de aquél poblacho. Con toda la prudencia del mundo, avancé por callejuelas llenas de mierda hasta que, en la que parecía la plaza mayor, vi una gran concentración de gente. En el centro, una pira, para encender una hoguera. Arriba de la pira, La Marcela ¡Iban a quemarla! ¡Qué cabrones! Un cura leía un pliego en un castellano que apenas entendía. Estaba claro: se trataba de una especie de Auto de Fe. De repente comprendí todo: Marcela me había llevado hasta la edad media, hasta un maldito pueblo de Castilla, para que viera como la quemaban ¿Pero para qué? ¿Qué sentido tenía eso?

Me di cuenta de las diferencias de aspecto que había entre aquella gente y yo. Ya alto para mi época, además de algo rellenito, entre aquellas personas parecía un gigante. La diferencia de tamaño y aspecto no daba para que me arriesgara a un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con la turba, pero podía servir para impresionar al cura y ganar tiempo, a la espera de mejores noticias. Me abrí paso entre la multitud entre murmullos temerosos. Me dirigí al centro de la escena. Arranqué de las manos del cura la antorcha con la que pensaban quemar a Marcela y le dije: “¡me la llevo a los infiernos viva!” “yo mismo me la llevo”. No se si me entendieron, pero se acojonaron. Nunca he sentido nada igual. La pobre Marcela, que no me reconocía, gritaba como una posesa, creyéndose de verdad que la arrastraba conmigo a los infiernos. La cogí de los pelos y arrastras, la saqué de aquella plaza, con mucha más facilidad de lo previsto.
El resto de la noche lo pasamos caminado hacia los infiernos. Ella me seguía asustada. Yo la miraba por el rabillo del ojo, sin la menor idea de lo que tenía que hacer. Con el alba divisé la sabina-puerta. 
“Macela”-le dije- “tienes que venir conmigo, otra vida te espera”
“No, no tiene que marchar contigo, si no quedarse aquí, con sus hermanas” “Ha sido elegida por el Tiempo. Él te ha traído hasta aquí, para cerrar el círculo. Ahora tienes que marcharte” Quién así hablaba era una mujer que encabezaba a un grupo de mujeres que me miraban tranquilas y relajadas. Me sentía a gusto entre ellas. Subyugado era la palabra. La que llevaba la voz cantante me sonrió y con un gesto de la cabeza señaló al árbol.


Amanecía en la fraga. El jabalí había desaparecido. Ni rastro del bicho. Tomé la senda ascendente que me llevó a los eucaliptos y luego al mesón. Entré hambriento y sediento.
“Una caña” – pedí a la mesonera- 
“¿Y para comer?”
“¿Que tienes?”
“Jabalí recién cazado”
Miré a la mesonera, que me sonreía con complicidad. Reconocí sus rasgos ¡Era la jefa de aquél grupo de mujeres! Pero no dije nada ¿Qué iba a decir a estas alturas? ¡Ah, si! Dije…Me apetece el jabalí. Y pensé “que se joda el bicho”

Y aquí sigo, en Soria, mejor dicho, en un pueblo de Soria  a la espera de que de nuevo aparezca Marcela en mi vida.



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