LA MAGIA DEL CALLEJÓN DE LOS LOBOS.

La magia del Callejón de los Lobos.


La noche fue llegando dulcemente, casi sin que nos diéramos cuenta ¡Qué agosto tan luminoso! Aquél primer día de montaña fue un auténtico regalo: a un sol de fuego se unía una brisa refrescante que nos ayudó en la dura y larga subida por la garganta de las Cinco Lagunas.
Habíamos salido muy temprano, con la intención de tomarnos con calma la larga jornada que teníamos por delante. Nuestro objetivo era llegar hasta hasta el “Callejón de los Lobos,” donde pensábamos montar un vivac bonito y cómodo. Y queríamos subir disfrutando de cada paso del camino, de cada cascada, poza, roquedal o prado. Y del día no nos sobró ningún minuto: paramos a gozar del placer del baño dos veces, la primera en una poza profunda, recóndita y hermosa que se esconde junto a una pequeña cascada y más tarde, a la hora de comer, en la laguna que hay casi al final de la garganta, creo que la llaman “laguna de la escoba”, donde se toma la subida final hacia Cinco Lagunas. Desde aquí buscamos la escondida canal que escala hacia el Callejón de los Lobos y así, gozando, andando y trepando, nos encontramos por fin casi a las ocho de la tarde en una pequeña pradera, junto a un impetuoso arroyo, protegidos por los grandes farallones que cierran ese pequeño y escondido valle de la sierra de Gredos. El tiempo justo para hacer la cena y preparar el vivac.

La noche estaba preciosa. Un nutrido racimo de estrellas sustituían a la luna ausente. Las siluetas de las montañas imponían su oscuridad a un cielo suavemente iluminado desde el fondo del universo. La temperatura era muy agradable, ideal para gozar de la noche y la intemperie. Nos recogimos en los sacos y abrigados por el cielo y arrullados por el arroyo, la conversación fue languideciendo, hasta que nos quedamos dormidos.

No se qué hora era cuando me levanté a mirar el paisaje. Multitud de sonidos llenaban de vida la noche. A mi alrededor se derramaban destellos de luz por todos lados. Sentí una ternura infinita y me senté enfrente del lugar donde dormíamos. La miré y sentí como respiraba. Me pareció que sus pulmones se habían acompasado con la cadencia del paso de las aguas. Era maravilloso mirarla y estar con ella en aquél lugar y con un tiempo tan agradable. Miré mi saco y estaba relleno, como si alguien ocupara mi lugar en él. Para sorpresa mía el saco se movió, quien quiera que estuviera dentro se había dado la vuelta. Miré con atención y ¡Era yo el que estaba en mi saco! Antes de que tuviera tiempo de sorprenderme vino ella y me tocó por la espalda ¡Pero ella también estaba en su saco! Lo mejor es que no me sorprendió nada de lo que estaba pasando. Ni siquiera hablamos de ello. Me dijo lo que era evidente: la noche está preciosa, y yo contesté con los versos de Neruda, “Y tiritan, azules, los astros a lo lejos”. Me preguntó por la ruta de mañana y yo la cogí de la mano y la dije: “ven”. Escalamos una de las paredes que cerraban el pequeño valle en que estábamos y desde allí la señalé con el dedo la ruta “¿ves ese nevero? Pues tendremos que bordearlo, pasar por las rocas que hay a la izquierda y llegar hasta esa arista” “Será difícil de escalar?”, me preguntó. “No; mucho más sencillo que lo que acabamos de hacer ahora” y al decir esto señalé la pared que acabábamos de subir. “¿Y luego?” “Continuaremos por la arista y bordeando esa montaña que ves, “Meapoco” se llama, llegaremos hasta esa portilla, que es la de “Las Cinco Lagunas”. Desde ahí la arista se hace mucho más divertida, iremos trepando fácil pero bonito hasta llegar al Venteadero. Allí dejaremos la mochila y subiremos a La Galana, una montaña preciosa, la segunda más alta de la sierra de Gredos...” “¿Se ve desde aquí?” “No, pero mira...” La volví a tomar de las manos y trepamos los riscos que nos impedían ver la Galana “¡Que hermosura!” “Sí. Es una montaña bonita y a la que tengo mucho cariño. Cuando empecé a venir por Gredos, siendo muy joven, me enamoré de ella. La miraba desde distintos lugares y desde todos sus ángulos me gustaba un montón. Una vez vi lanzarse a volar desde su cumbre a una pareja de águilas reales.” “¿Nunca la has escalado por la noche?” “No, eso no se me ha ocurrido nunca” “¿Lo hacemos?” No me pareció que fuera una locura. Estábamos muy cerca y tras una trepada sencilla, alumbrados por las estrellas, nos vimos en aquella cumbre mágica.
El Gargantón se intuía a nuestros pies. Más clara se veía la silueta del Ameal de Pablo. Un nevero trepaba por la canal por la que se accede hasta el collado desde el que se inicia la escalada a esta hermosa montaña. “No te imaginas cuánto he gozado en esa cumbre ¡No te lo imaginas! La primera vez que la escalé fue en invierno, con un guía. Aprendí ese día un montón. Al verano siguiente volví a subirla. No te creas que me resultó mucho más fácil. Pero esta vez yo era el guía,  y gocé tanto de la subida como del placer de compartirla con mis compañeros de escalada. Creo que para ti es un poco difícil, esta vez no lo intentaremos”
“Quizás tengas razón” me dijo, “pero esta es una noche muy especial, ¿O es que aún no te has dado cuenta? Mis piernas y mis manos no son las de siempre, tienen más vida y más fuerza que nunca tuvieron. Estamos escalando de noche, desnudos, solo sentimos lo que deseamos sentir, vemos en la oscuridad agarres que no veríamos ni con la más clara de las luces. Te miro y estás muy hermoso. Emanas una fuerza y una dulzura que me llenan de confianza”
“Miré su cuerpo efectivamente desnudo, sus músculos estaban tensos y a la vez flexibles. Su pelo negro como el azabache increíblemente brillaba en la noche. “Tienes razón, querida, ahora o nunca. Vamos a escalarlo”
Trepamos directamente hacia la cima por la pared de la derecha del nevero. Enlazábamos los distintos pasos como si fuera un baile. Me propuso salirnos de la normal e inventar una nueva escalada. Me maravillaba verla trepar así, con una soltura y una libertad impropias de una novata. Y yo también me estaba deslumbrando a mi mismo. Resolvía con soltura pasos muy por encima de mis posibilidades. Acariciaba la roca y me dejaba guiar por ella. Era capaz de entender su lenguaje. Llegamos a la cima y un mundo maravilloso danzaba a nuestros pies: la Laguna Grande, los Hermanitos, los Cuchillares, el Almanzor, La Galana. El Risco Moreno. Y esas estrellas mágicas que salpicaban de vida el cielo dormido.
Bajamos como habíamos subido pero ahora en dirección a la Laguna Grande. Nos apetecía un baño a aquellas horas. Y como ya estábamos desnudos...Así fue. Estuvimos nadando un rato, gozando de un agua helada que desentumeció todos nuestros músculos.
“Es hora de volver, ¿No te parece? Además creo que nos hemos alejado bastante.” “No te preocupes. Conozco un atajo por el que llegaremos volando”. Poco antes del amanecer nos sentamos al borde del vivac, como al principio de esta noche tan especial.
La vi dormida. Se la veía gozar con el sueño. No le importaba la dureza del suelo. Recogida y cálida en su saco, estaba descansando. Le dí un beso y me fui a dormir, pero antes me fijé en el tipo que estaba en mi saco y que era yo mismo. Ella me dio las buenas noches y las gracias por la excursión. “Ha sido un placer para los dos”, contesté, y vi como tomaba posesión de su saco y de su cuerpo.



Donde habíamos acampado el sol tardó en darnos de lleno. La luz del día tuvo que hacerse cálida y directa para arrancarnos del sueño. Alargué el brazo y hundí mi mano en aquella cascada morena que se desperezaba a mi lado. Sonrió al sentir que acariciaba su pelo. Nuestros sacos estaban unidos y nuestros cuerpos desnudos, unidos y empapados. ¡Menos mal que el sol calentaba de pleno! ¡Agosto luminoso! Durante unos segundos que parecieron milenios me pregunté que coño hacíamos juntos, abrazados, húmedos y descansados. Antes de que la pregunta inundara de dudas mi cerebro decidí que era imposible encontrar las respuestas, así que decidí dejarlo como estaba. Ella tampoco preguntó.

Y continuamos nuestra ruta, tan amigos como siempre

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