EL REFUGIO

El refugio.

Siempre fue así para mí. La naturaleza, y en especial la montaña, es la única medicina que le funciona a mi organismo contra los desajustes emocionales de la vida cotidiana. Y he de decir que soy un tipo capaz de desajustarse viendo el telediario. Los últimos tiempos que habíamos vivido en el país, con el atentado de Madrid y las mentiras del gobierno, intentando despistar a la opinión pública en vísperas de las elecciones generales, arrasaron la poca fe que me quedaba. Las tensiones sociales y políticas que todo esto había generado cayeron sobre mí como fuego sobre tierra quemada. Estaba viviendo un año negro y el mundo que habito se vestía de negro, lo que acrecentaba aún más mi duelo.

Después de las elecciones y de las jubilosas celebraciones que viví con los amigos –por fin nos habíamos librado del gobierno de la guerra – decidí ir a pasar unos días a la montaña, yo solo. Intentaba relajarme y recuperar una paz de espíritu que a golpes de vida y de historia había perdido. Nada de duras escaladas ni de vivac helados: iría a gozar del aire de las alturas y de la paz de los paisajes, cobijado en algún refugio. Disponía de unos días libres entre semana, a primeros de abril. La soledad estaba garantizada.

Dejé el coche y me encaminé al refugio. Me llevé una agradable sorpresa al llegar y comprobar que además de abierto, estaba guardado. Mejor. Eso me iba a dar una mayor comodidad que para nada iba a hacer peligrar el proyecto de soledad y aislamiento que llevaba en mi mochila.
Resultó que yo era el único cliente de esos días. “Estamos recogiendo todo, acabamos ayer un curso de alpinismo invernal” me dijo el guarda. “Vamos a empezar a abrir todos los fines de semana y además de recoger hay cosas que reparar. Yo bajo al pueblo a por material para unas chapucillas y espero subir mañana, pero ella se queda. ¿Desayuno y cena?” “Si, gracias, desayuno y cena. Soy federado”.

Pasé lo que quedaba de la jornada leyendo y contemplando ese maravilloso espectáculo que es el atardecer en las montañas. Amanecer y atardecer, las horas crepusculares, funden luces, colores, y sonidos en una emoción única que sin embargo se reproduce y renueva dos veces al día. Aquella vez se leía en el cielo un cambio de tiempo que contradecía los pronósticos. Me lancé al sueño con la esperanza (fundada, tampoco soy meteorólogo) de estar equivocado.

No fue así. En algún momento de la noche comenzó a nevar. Con el alba una mezcla de oscuridades en blanco y negro, la noche y la niebla, impedían ver más allá de un par de metros. A medida que apretaba el alba la oscuridad se vestía de blanco, pero no cedía ni un ápice. Pésimo día para salir al monte. El monumental cabreo que tenía hacía que me revolviera en mi asiento mientras desayunaba. La rabia depresiva que trataba de superar en estas montañas se adueñaba de mis nervios. Me jodía estar allí encerrado, sin poder hacer nada de lo planeado. Ya se que así es la montaña, pero me jodía y punto. Además, habían pronosticado buen tiempo.

La guardesa me recomendó no salir. “Mi compañero ha llamado. Hay temporal para dos días. No podrá subir hasta que no cambie el tiempo.” “Me cagüen todo. Un viaje tan largo para nada. Me cagüen todo...” esa fue mi educada respuesta.

Me abrigué cuanto pude y salí con ánimo de dar al menos un pequeño paseo. Anduve unos cinco minutos, giré sobre mis pasos y ya no se veía nada, ni el refugio, ni la última de mis huellas, que había desaparecido, con todas las demás, engullidas por la gran bola blanca. No se veía más que nieve y niebla envolviéndolo todo. Intenté regresar al refugio y lo conseguí, pero los cinco minutos de distancia se convirtieron en más de treinta para el regreso. Una pequeña pesadilla que ensombreció más mi ya de por si sombrío estado de ánimo. Cuando entré por la puerta me pareció que estaba en otro lugar, me sentía derrotado.

La guardesa me avisó para la comida. “Supongo que aceptarás comer conmigo, en la zona de dentro. Yo ahorro trabajo y tu estarás más caliente y cómodo”. Acepté. Las diferencias de temperatura y de comodidad eran argumento más que de sobra. Y una cierta mala conciencia por lo borde que fui un rato antes, también influyó un poco. 

Había preparado la mesa con servicios para dos personas. Nos sentamos y comimos hablando lo justo, e incluso menos. A mi me faltaba el ánimo y ella respetaba mi silencio. Después de comer sacó una bandeja con nueces, avellanas y castañas, “los frutos de este valle. Te gustarán”. Un misterio saber como se habían conservado tan frescas aquellas exquisitas castañas. Eran pequeñas y sabrosas y cuando se pelaban parecían desnudarse, ofreciendo su carne deliciosa. Y las nueces e incluso las avellanas, tan difíciles de cachar y comer a veces, se abrían para nosotros casi con solo acariciarlas, sumándose así a la orgía de sabores y texturas que estábamos viviendo. Luego trajo el café. “Que bien huele” “Es el único del mundo cuyo sabor supera a su olor”. Y así era. Y la temperatura era la justa para captar todos los matices aromáticos y gustativos de aquella maravillosa infusión. “Perdóname por lo borde que fui antes. Estoy muy tenso y me dio mucha rabia el mal tiempo”. “El mal tiempo no existe. Hay que saber disfrutar de aquello que toca en cada momento. Prueba estos pastelillos” “¿Es que todo lo que tienes es tan delicioso?”. En aquellos dulces se concentraban los sabores de la vida: indescriptibles. Incluso dudo de que realmente fueran dulces. Tenían un sabor que superaban el concepto mismo de sabor. Llevaban un recubrimiento de piñones que me recordaron cada momento feliz de mi vida. Cada piñón que engullía tenía sabor propio.

La tarde fue pasando y afuera la bola blanca que era el cielo comenzaba a teñirse con el negro de la noche. No así mi ánimo, que con los frutos del valle, el café y los deliciosos pasteles empezó a remontar la tristeza y el desánimo. Me propuso un licor cuya fuerza y suavidad no se contradecían en absoluto. Bebimos hasta la hora de la cena mientras que la noche por fin tomaba posesión de aquél cielo antes tan blanco.

Miré al reloj y me sentí violento. El reloj marcó la hora de pensar que estaba molestando, que mi anfitriona tendría algo mejor que hacer que prolongar una situación que parecía agotada. “Quítate el reloj y me ayudas a recoger esto y a preparar la cena” “¿La cena?” “¡Claro! ¿No piensas cenar?”. Obedecí. Quitarme el reloj y desprenderme de una capa de tristeza y desaliento fue todo uno. El maldito reloj. Fregué los cacharos “coño, si hay agua caliente, y además a la temperatura justa”. Disfruté sintiendo como corría y escapaba el agua entre mis dedos y luego me dispuse a ayudar en cuanto ella me dijese.

Increíble guiso de patatas nuevas con níscalos frescos “¿De dónde sacas todo esto?” “Del bosque, los níscalos. Las patatas de mi huerta.” Afuera la noche y la nieve hacían del bosque un lugar lejano y mítico, de la huerta ni te cuento. Sin embargo su respuesta tenía algo de intemporal y mágico que la llenaba de crédito. Y el gusto y la textura de aquél guiso no hacían pensar en otra cosa que no fuera productos recién recolectados de la tierra más fresca.

A la cena siguieron más pastelillos, cada uno de ellos con un sabor diferente. Parecían elaborados con especias que evocaban cada sensación placentera vivida en el pasado. Así al gusto para el paladar se sumaba una cierta embriaguez de recuerdos sensoriales placenteros. Éste sabía a primer beso, aquél evocaba el agua del mar acariciando el cuerpo y ese otro sabía a amistad y a risa. De cada bocado extraía el sabor de las cosas gozadas en cada momento de mi vida.

La comida, los pastelillos, el licor, el calor de la estufa de leña; todos estos ingredientes empezaron a derretir mi corazón y comencé a abrirme. El relato de mi dolor se abría paso a través de mi boca, pugnaba por salir por el mismo lugar por donde tanto placer estaba penetrando. Me puso las manos en los labios, suavemente, y yo callé “¿No te das cuenta de que no estás en tu vida?” “¿No?” “No. A veces las personas cruzamos el umbral de nuestra vida y nos asomamos a LA VIDA, con mayúsculas. Ni tu eres mi huésped ni yo la guardesa. Ahora somos camino, tu para mi y yo para ti. A veces sucede. La vida nos regala un viaje astral por las sensaciones para que recordemos lo que es vivir en esencia. Recuperar el gusto, el tacto, el olor, la vista es recuperar nuestra capacidad de percibir, de sentir y de comunicarnos; es recuperarnos a nosotros mismos”. Sus manos guiaron a las mías hasta tocar diferentes objetos, en los cuales descubría un temblor vital que jamás había percibido o imaginado. Sus manos guardaban un calor suave que se extendió desde mis dedos hasta cada rincón de mi cuerpo y aún de mi alma. Acaricié su rostro y percibí en él todos los matices del color de su piel. Toqué su olor. Puedo jurar que toqué una mirada cuando mis manos revoloteaban en torno a sus ojos. Y lo más alucinante de todo es que no me sentía incómodo. Esa presión hacia el sexo que domina tantas veces el contacto físico entre las personas, esta vez no existía. Me sentía tranquilo tan cerca de aquella mujer. Acaricié sus hombros, ahora desnudos y noté sus manos dibujando círculos en mi pecho, también desnudo. Su rostro rozó mi rostro. Nos exploramos en una sinfonía de caricias que alargaron aquél viaje maravilloso por el mundo de los sentidos. El tacto guiaba la vista, el oído y el olfato, y todos los sentidos se complementaban para hacernos percibir ese mundo inconmensurable que duerme atado en el fondo de nuestras conciencias.

Afuera seguía nevando. La leña de la estufa se estaba consumiendo y la temperatura bajaba por momentos. Nos fuimos a dormir. Me abracé a ella como alguien puede abrazarse a la luz o a la música. Ella se abrazó a mi como alguien puede abrazarse a la luz o a la música. Y volamos más allá del mundo de los placeres.

Amaneció nevando. Con la luz una parte de la magia debió de desaparecer por que me sentí aturdido por la situación en la que me encontraba. El desasosiego llamó a mi puerta, pero fue ella la que lo despidió de aquél mundo de placer. Esta vez me sopló en los ojos. En su aliento había una mezcla de olores y luces que me hicieron recuperar la magia que se empeñaba en abandonarme. Luego sopló mi boca y un vendaval de paz se apoderó de mis labios. Y recorrió mi cuerpo llenándolo de su aliento y yo me sentía renacido a un mundo sensual, salvaje y hermoso. Le devolví el regalo recorriendo su geografía de norte a sur y de este a oeste, aspirando y oliendo cada uno de sus poros. Notaba que mi viaje provocaba en su piel oleadas de luz que hacían de su cuerpo un paisaje maravilloso.

Desayunamos caricias y castañas, nueces, miradas cálidas, pastelillos, café y unos besos que batían su aleteo contra la niebla. Cada beso un sabor y cada sabor una emoción que se esparcía como luz por el universo de nuestros sentidos. Descubrí que el cuerpo tiene una capacidad infinita para gozar y esparcir vida. Tantos besos y caricias, que el día acabó despejando. Salimos a disfrutar del paisaje recién inaugurado.

Una figura avanzaba hacia el refugio, se abría camino entre la nieve virgen dejando tras de si una huella profunda, señal inequívoca de esfuerzo. Era el guarda. Celebramos su regreso como si del premio de una lotería se tratara. Dijo que el buen tiempo era una tregua pasajera, que había que aprovechar la huella para bajar antes de que el nuevo temporal que llegaba nos encerrara de nuevo. Y así lo hicimos. Les ayudé a recoger lo que faltaba e incluso a bajar algunas cosas y ya en el pueblo nos despedimos: “hasta la próxima, por que habrá una próxima, seguro”.
Miré hacia la montaña y vi en la nieve los dibujos del viento y en el viento los caminos de la luz y en la luz el sonido del universo.

 Aquél viaje a la montaña fue el que me llevó más alto, y más lejos.

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