LA LEYENDA DEL HIJO DE LA MUJER MUERTA

La leyenda del hijo de la Mujer Muerta

Es una suerte tener memoria de los sentidos y poder ahora recuperar sensaciones y embriagarme de las fragancias de los años de juventud. Por entonces era fácil encontrar montañeros de otras generaciones recorriendo “La Sierra”. Me gustaba hablar con ellos y sentirme heredero de algo que me precedía, que era maravilloso y que deseaba conservar. 
   Una vez conocí a un hombre mayor que me habló de lo que llamó historia - que no leyenda- de la Mujer Muerta. Le dije que había leído algo… Pero él se refería, insistió, a “la historia”, no a la leyenda, y me dijo que la había conocido muchos años atrás. Y me la contó. Al transcribirla, no puedo evitar situarme en el lugar del narrador, de alguna manera aquél hombre me convirtió en heredero de la historia que había vivido y me dejó la tarea de su transmisión.


“Los hechos que aquí relato sucedieron hace mucho tiempo y aparecen en mi memoria íntimamente mezclados con los sentimientos que me produjeron, formando una madeja que me lleva a preguntarme si la historia fue tal y como la recuerdo, o si mi deseo de que así fuese contamina las imágenes que conservo de aquél día. Pero en el fondo poco importa, porque la autenticidad de este relato no descansa en la realidad de los hechos, si no en la verdad de los recuerdos, que son el poso de la experiencia de aquél día y de todos los día una existencia, y en la percepción de la Tierra como casa, como patria y como hogar de la Vida. Y la montaña, para tantos de nosotros  representación de la Tierra, es un escenario mágico en el que hechos así son posibles. Solo desde esta fe en la Vida, en la Tierra y en la montaña, la historia cobra todo su sentido y es así como quiero contártela; es la narración de una vivencia que nace de la raíz más honda de mis  recuerdos y de mis sentimientos. 
Sé   seguro que era el mes de abril de uno de esos años en los que la primavera es especialmente voluble. A días de sol y calor sucedían grandes nevadas en las cumbres  serranas. Las montañas, más que nunca, eran un mundo cambiante, un paisaje nuevo cada día en el que se integraban la luz, los sonidos, la textura del viento y los olores penetrantes de la tierra, haciendo de cada paisaje un lugar-tiempo maravilloso e irrepetible.
Aquel día amaneció resplandeciente. La intensidad azul del cielo aparecía salpicada por unas nubes finas y alargadas que recorrían, tranquilas, la mañana recién estrenada. No tardé mucho en emprender el camino de la montaña: la noche anterior había dejado preparada la mochila, para poder salir temprano y recorrer con la fresca la primera parte de la jornada. Decidí dirigirme al macizo de la Mujer Muerta, uno de mis favoritos en esa área de la sierra por sus paisajes: hay zonas cuyo olor o color cambian a cada instante. Sorpresas de luz y de viento que hacen de cada incursión en este macizo una experiencia singular e irrepetible.
Desde el Puente Negro ascendí hasta el collado Santiago para continuar la ruta hasta el puerto de Pasapán, con el esfuerzo correspondiente a tan respetable subida. Comenzó a llamarme la atención la evolución del cielo; las nubes danzaban y se unían sin mermar en absoluto la intensidad azul que todo envolvía. La temperatura, por suerte, se mantenía fresca; un suave vientecillo enjugaba el sudor. En tan gratas condiciones, siguiendo la línea de cumbres, llegué a Peña del Oso y me dispuse a adentrarme en uno de los lugares más hermosos del macizo: La Pedriza, una arista que conduce hasta la siguiente cumbre, La Pinareja, la cabeza de la Mujer Muerta.
Llegados a este punto, hay una ruta que cuando estoy en  buena forma suelo utilizar: se trata de una canal  que nace al comienzo de la arista. Se trepa con  facilidad y regala la sensación de la alta montaña. Aquél  día, sin embargo, después de los primeros pasos, me sorprendió no ser capaz de resolver tan sencilla trepada. No lograba dar con la línea por la que solía –y aún suelo- subir. Miré hacia atrás  para retomar el camino y me sorprendió el cielo: su intensidad no era la de un rato antes, cuando ascendí al collado; reflejos de verde tintaban la luz más azul que recuerdo haber visto nunca. Los bosques se extendían a los pies de la montaña sin respetar en absoluto las fronteras que conocía. Las propias cumbres, más esbeltas y afiladas, acabaron por desorientarme. Me volví hacia la canal y me pareció más abrupta que nunca; no me veía capaz de enfrentarme con semejantes farallones. Sorprendido por esas sensaciones, traté de retomar el sendero y al volverme me encontré con un muchacho que, para mi sorpresa, no había visto hasta entonces. Aquél chico acariciaba la roca como si de la piel de un ser querido se tratara. Al mirarme me espetó, “es mi madre.” Ella fue asesinada y se hizo montaña, en otro tiempo, cundo fuimos despojados de La Tierra. “Aquí –y señaló los bosques que me parecían inmensos como nunca-  vivíamos varios pueblos en paz. Y en paz con la Tierra. Ella nos unía;  de ella aprendimos que la felicidad de cada uno nace de la armonía entre las personas y su entorno: el río, el viento, los paisajes y quienes lo habitamos. Sabíamos convivir y esa era nuestra fortaleza. 
Del bosque obtuvimos siempre cobijo: madera para nuestras casas, leña para nuestros fuegos y más tarde un refugio desde el que enfrentarnos a las tropas de ocupación. En los lindes del bosque abundaban los prados y en ellos crecía la hierba de la que se alimentaba el ganado. Las huertas que teníamos eran ricas y prósperas; antes de cada siembra preguntábamos a cada parcela qué productos pensaba regalarnos la próxima temporada. Así vivíamos. Hasta que un día vinieron de poniente hombres armados. Tenían prisa. Huían de sí mismos, de sus hogares arruinados por el asesinato de su Tierra. Buscaban un nuevo paisaje para sus ambiciones: tributos, saqueos, muerte.
 Mucha gente de nuestro pueblo se refugió en el bosque y allí se hicieron fuertes. Poco a poco recuperaban  terreno desde el corazón de la montaña. Los opresores iniciaron la contraofensiva más cruel y salvaje: quemar los árboles. De nuevo atentaban contra sí mismos. El humo duró muchos años en el cielo, en señal de luto por la Tierra. Cuando por fin una mañana el viento retiró aquel largo velo negro no quedaba debajo ni rastro de quienes se habían refugiado en los bosques. A los demás se nos impuso la esclavitud y la orfandad más honda; nos habían matado a la diosa-madre-tierra-  
De las cenizas del bosque surgió una mujer que había resistido el acoso de las llamas. Fue capturada y la llevaron al pueblo para asesinar en ella cualquier resto de esperanza. A todos nos parecía reconocer en ella a la madre, a la compañera, a la amiga  perdida, a la amante... y eso hizo aún más grande la angustia. La mataron, y al enterrarla dimos también sepultura a nuestros recuerdos, en lo que fue la linde del bosque, y nos retiramos a morir en silencio, en la soledad de cada casa.
A la mañana siguiente la tumba de aquella mujer se hizo montaña. Todos reconocíamos en las cumbres los perfiles de su rostro. Bosques inmensos vestían sus faldas, la nieve cubría las cumbres y de ellas nacían ríos caudalosos capaces de regar las esperanzas más secas. Desde allí comenzó de nuevo la resistencia. Las fuerzas de ocupación intentaron  quemar de nuevo los bosques, pero la leña sólo ardía para regalar vida. En poco tiempo los invasores tuvieron que marcharse. Habían perdido sus fuentes de poder: la aridez de la tierra y el miedo de las gentes del país.  Nosotros  habíamos recuperado la vida y el equilibrio. La diosa-madre-tierra vivificaba de nuevo nuestra entraña y los paisajes de los que de nuevo éramos parte.
Todos los años subo hasta aquí a besar el rostro de la que fue madre de todos los seres que habitan el valle. Hoy es el día. Todo esto sucedió en otro tiempo, pero todos los tiempos convergen en este lugar. Era el corazón de la madre. Un reducto para la vida  en el que se conservan intactas las fuentes de la esperanza.”
Atónito intenté situarme de nuevo en la montaña y reconocer el paisaje: los bosques, la luz familiar de aquél sitio, los escarpes de la canal tantas veces trepados. Poco a poco fui reconociendo cada hito del paisaje, descubriendo el momento de tiempo y tierra que me había regalado aquella jornada y me marché  de allí con la duda que aún hoy me queda: si la historia recién relatada la viví  o la imaginé. 
Poco me importa, porqué una respuesta no es más verdad que la otra.
Cuando me encontraba descendiendo del macizo aquel día, fui sorprendido por un rumor que no lograba identificar. Resultó ser el viento. Por un momento temí que de nuevo alguien asolara los bosques. Que la avaricia de los hombres desequilibrara su relación con la tierra. Aquel día del mes de abril solo se trataba del rumor del viento.”
 


Aquél hombre insistió en preguntarme si alguna vez me había encontrado con el chico. Cuando le dije que no se despidió dejándome su historia como un legado. De momento sentí el deseo de quedarme en aquél lugar hasta la llegada del próximo montañero, contarle la historia y desaparecer. Pero no lo hice. Contraje una deuda que hoy estoy saldando. Con los años fui descubriendo que las montañas son lugares mágicos en los que caben distintas verdades. Y decidí disfrutar de ellas todo lo que me fuera posible.

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