JUAN

JUAN




Cuando Juan se levantó de la cama el sol aún era una promesa en el cielo estrellado. Juan gustaba de madrugar; salía a la calle cubierto con una vieja manta, descalzo, sólo por el placer de ver como rompía el alba, allá por los cerros.

Después de que el sol saliera y la temperatura remontara el vuelo, Juan se lavaba con una brizna de agua el cuerpo, se ponía la ropa de siempre, tomaba un trozo de queso de cabra y unas aceitunas, se calaba el sombrero hasta las cejas y se iba a buscar la sombra del Gran Árbol que vivía frente a su casa. Se sentaba, acomodando sus nalgas y se quedaba dormitando de nuevo. Juan despertaba de vez en cuando, cogía el botijo que colgaba de una rama y bebía un trago. Cuando el sol, en su viaje por el cielo, no se alineaba con las ramas del árbol, Juan se despertaba, cambiaba de lugar, buscando la sombra, y continuaba sesteando.

Con el atardecer, el cielo se teñía de un rojo bruñido que rebotaba en las paredes de la casa de Juan, en el Gran Árbol y en las rocas que habitaban aquella llanura. Era el momento de comer algo.
Juan se dirigía a su huerta, tomaba lo que necesitaba, daba unas azadas aquí y allá, regaba lo justo con agua del pozo, rellenaba el botijo, que volvía a colgar de la rama para que el relente de la noche lo refrescara, ordeñaba a las cabras,  preparaba la cena, cenaba y cansado de la jornada, se iba a dormir.

De vez en cuando alguien subía hasta la casa de Juan y le llevaba aceitunas, pan o cualquier otro alimento. Otras veces le caían como del cielo frutos secos, que Juan dosificaba con sabiduría. Las más de las veces, Juan solo comía de lo que le proporcionaba su huerta “trabajo poco, como poco”, decía Juan.

Hacía ya 50 años que Juan vivía en aquella meseta abrasada por el sol en la que sin embargo las noches eran heladas. Al fondo veía la Gran Cordillera con los cerros nevados. En aquella tierra desolada, había encontrado todo lo necesario: algo de agua, algo de alimento, el Gran Árbol y soledad.

Una vez por semana recibía visitas, cambiaba palabras por las ya mencionadas aceitunas, frutos secos, queso y de cuando en vez, arroz y judías desecadas. Sus palabras eran medidas, solo servían para quien las solicitaba. Solo una vez por semana Juan hablaba. Acumulaba tanto silencio, que sus palabras tenían la fuerza del agua embalsada cuando se desborda. Como ya dije, solo servían para aquella persona a la que iban dirigidas.


Aquella semana nadie subió hasta la casa de Juan. Él siguió con su rutina, como siempre.
A la semana siguiente, nadie subió a la casa de Juan y él siguió sentado a la sombra del Gran Árbol, esperando a que refrescara.

A la tercera semana sin visitas, Juan miró al atardecer las finas nubes que también se teñían de rojo por un instante. Olfateó el primer viento fresco de la tarde y escuchó el canto de la chicharra. Aguzó el oído. La chicharra no cantaba. Los pájaros que habitaban en el Gran Árbol tampoco estaban. El Gran Árbol, en realidad, ya no existía. Juan aspiró la recién ampliada soledad. Miró  al norte y al sur, arriba y bajo y se tendió en el suelo, justo debajo del Gran Árbol que ya no estaba, pero cuya sombra aún sobrevivía.

¿115 años tenía Juan? Quién sabe. Ya no quedaba nadie para llevar la cuenta.
Juan echó raíces, luego más tarde ramas, por fin unas hojas finas y afiladas y creció hacia el sol de fuego.

Era un árbol nuevo en una tierra recién inaugurada.

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