Llevamos casi dos meses de confinamiento.
Al principio, se hizo el silencio.
Me asomaba a la ventana, por las mañanas,
a la hora incierta de despertarme,
y escuchaba a los pájaros.
O escuchaba el balanceo de los árboles
que hay en mi calle, cuando los mecía el viento.
O sentía el sencillo y hermoso silencio.
También por las tardes, cuando volvía a la ventana, a tomar el sol,
disfrutaba de la Gran Calma y de los sonidos de la Tierra.
Salía a la compra de vez en cuando,
como soy de los afortunados que no ha perdido el trabajo,
lo hago desde casa, con más pena que gloria,
solo podía salir a la calle para ir a la compra,
y aún había mucho silencio.
Los pocos coches que por entonces circulaban
eran una perturbación extraña que no se imponía
en el sonido del ambiente.
Luego salimos de paseo, escribo desde ese momento
al que han llamado la “fase cero de la desescalada”.
Ha abierto de nuevo el comercio y hay más gente que compra
y más personas que trabajan.
Y luego estamos quienes salimos a hacer deporte.
Caminaba y algo extraño había en el entorno.
Algo irritante, molesto, novedoso.
¿El miedo y el enfado ante la gran batalla
de la lucha de clases, que además estamos perdiendo?
¿Es eso lo que me altera e irrita?
¿La gente que no respeta las medidas
con las que supuestamente nos protegemos?
No.
Era el fin del silencio.
Coches circulando por todas partes, coches corriendo.
Como antes, como siempre ¿O ya lo has olvidado?
Mi cuerpo y todos los cuerpos recordaron,
durante el confinamiento,
que están hechos para los sonidos de la tierra:
la voz de los pájaros o el aullido de un lobo
o las olas que rompen
o una brisa que sopla y ondula la hierba.
Lo habíamos olvidado pero ese recuerdo está dentro de cada cuerpo,
como el de caminar y mover los brazos o el de amar sin remedio.
Lo habíamos olvidado y con el confinamiento, renació ese recuerdo.
Y ahora que lo estamos perdiendo,
con el regreso de la vorágine de la civilización del consumo
¿nos conformaremos con los ruidos y los humos, aunque creen empleo?
¿O qué haremos?
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